De la identidad del dolor


Durante la práctica de la meditación de hoy, he vivido la experiencia de cómo un samskara certero (impresión latente) destruía los anteriores samskaras sobre la cuestión.

A saber, cuando medito surge en mí una actitud de espectadora pero, al mismo tiempo, al encontrar el dolor (manifestado en un dolor físico en una zona del cuerpo) mi mente va hacia él, con la idea de observarlo aunque, no sé cómo (bueno, ahora sí lo sé), se engancha en él (apego) y no le deja fluir y ser.

He ahí la cuestión: no lo dejo ser (porque no me dejo ser).

Entonces ha acudido a mi mente la idea: el dolor me da identidad.

Es una idea que he tenido a lo largo de los años, que incluso he debatido con compañeros de camino, pero hoy era rotunda, evidente, incuestionable: el dolor me da identidad. Tengo tanto miedo de ser que me engancho al dolor porque así siento algo, así soy minusválida, así tengo una excusa. He reflexionado sobre ello: cuando no hay dolor, cuando soy libre, no hay asidero posible, no hay muleta, no hay apoyo, sólo la inmensa llanura del Ser ante mí cada día, sólo la múltiple posibilidad de ser lo que quiera ser, la absoluta responsabilidad de mi existencia en mis manos y en mi corazón, sí, en mi corazón, porque es ahí donde, al no haber fin ni objetivo, reside mi alma, en lo más profundo del amor que puedo ofrecerme y ofrecer a los demás que son yo y somos uno. Y eso es, en cierto modo, aterrador y liberador al mismo tiempo. Y ya nunca más podré levantarme con la idea de practicar para paliar el dolor, porque el dolor lo creo para tener algo que paliar y así no me ocupo de lo esencial: levantarme cada día con el alma puesta en Dios y no en mi limitado ego.

Durante todos estos años, he estado apegada al dolor, a la rabia y al rencor como pretexto para no asumir la responsabilidad que comporta el vacío, la ausencia de referencias, la presencia del Amor Puro, crudo, descarnado, incondicional, sin elección, como huracán que arrasa y nos deja a todos desnudos, mostrando quiénes somos en realidad. ¡Cuánta rabia, cuánto resentimiento! ¡Cuánta energía inútilmente utilizada! Por miedo a ser, por miedo a amar, por miedo a saber... pero, sobre todo, por miedo a la insondabilidad profunda del ser humano en su verdadera esencia, ignota, infinita, abisal, eterna...

Al continuar con la práctica -la atención fijada en la idea del dolor y la identidad-, he conectado con mi centro vital, con mi almacén de energía y de ahí han empezado a acudir espontánea y naturalmente a mi chidakasha (pantalla-espacio de la conciencia) un tropel de imágenes que ayudaban a liberar la energía contraída y anudada. He ayudado a deshacer del nudo con la visualización de símbolos arquetípicos de sanación (que residen en todos nosotros cuando conectamos con nuestras profundidades) y finalmente ha brotado el llanto en mí, cálidas y húmedas lágrimas resbalaban por mis mejillas, purificando mi ser y mi antiguo dolor, lamiéndolo, sanándolo y haciéndolo desaparecer para siempre. Después, he agradecido al Ser su profunda compasión y le he agradecido sus enseñanzas.

Y es así como una impresión certera desencadena una serie de sensaciones que anulan las impresiones erróneas precedentes. Un velo de ignorancia ha sido desvelado y la luz es ahora un poquito más clara. Es ésta la evolución: ir desvelando las capas de ignorancia que cubren nuestros ojos-mente y ser capaces de ver la Luz-Amor-Verdad tal como es, infinita, pura, brillante, tan intensa que sólo el desapego profundo de todo lo mundano y la vivencia de que todo es obra de lo Mismo y lo Uno puede ser capaz de mirarla y ver a Dios (verme a mí) en cualquier cosa.

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