Vengo de un blog amigo. Compruebo, sorprendida, que en la ira, en la decepción, en la frustración, vertemos la energía hacia fuera. No nos preguntamos de dónde viene ese resentimiento, cuál es el origen de esa sensación incómoda.
El mal no está fuera sino dentro, el dolor no es ajeno sino propio, el sufrimiento no es del otro sino mío. Eso es lo que tanto me cuesta reconocer.
Este pasado domingo fui a la ciudad: me irrita, me enfada, me rebela. Lo gris, el ruido, la gente, el consumo, la energía centrífuga. Venía de un oasis de paz y tranquilidad (mi casa y el curso de energía femenina) y me encontré en un metro plagado de gente y creía que no podía soportarlo.
Ingenuamente, acusé a mi entorno de crearme malestar, ansiedad, pero ese desequilibrio provenía de mí, no de las gentes que me rodeaban. Ellas no eran responsables de nada. Sencillamente, eran víctimas de la misma cárcel social en la que yo estaba atrapada, hamsters enjaulados girando en la gran rueda -panem et circenses.
Cuando vi a mi madre (por eso me quedaba en al ciudad) todo cambió. Incluso la ciudad me daba igual, porque en mi percepción sólo existía ella y nuestro momento compartido.
Hace sólo año y medio que vivo fuera de ello y sé que no podré volver nunca. No puedo soportarlo.
Es más, cada vez con más vehemencia, mi deseo me conduce más y más a la naturaleza, lejos de la prisa, del ruido, de la imagen, de lo vano, de lo superfluo, de lo innecesario; y me pide refugio, calma, reloj biológico acorde con la hora solar, naturaleza, olores, lluvia, silencio, infinito silencio, paz...
¡Qué profundo misterio se esconde en una estrellada noche en medio del monte callado! ¡Qué inmensa paz se vivencia acunada por las sombras de un vetusto bosque! ¡Qué derroche de alegría es un torrente claro y limpio anunciando la mañana! ¡Y qué fácil sentirse uno y sentir a Dios en ese estado!
El mal no está fuera sino dentro, el dolor no es ajeno sino propio, el sufrimiento no es del otro sino mío. Eso es lo que tanto me cuesta reconocer.
Este pasado domingo fui a la ciudad: me irrita, me enfada, me rebela. Lo gris, el ruido, la gente, el consumo, la energía centrífuga. Venía de un oasis de paz y tranquilidad (mi casa y el curso de energía femenina) y me encontré en un metro plagado de gente y creía que no podía soportarlo.
Ingenuamente, acusé a mi entorno de crearme malestar, ansiedad, pero ese desequilibrio provenía de mí, no de las gentes que me rodeaban. Ellas no eran responsables de nada. Sencillamente, eran víctimas de la misma cárcel social en la que yo estaba atrapada, hamsters enjaulados girando en la gran rueda -panem et circenses.
Cuando vi a mi madre (por eso me quedaba en al ciudad) todo cambió. Incluso la ciudad me daba igual, porque en mi percepción sólo existía ella y nuestro momento compartido.
Hace sólo año y medio que vivo fuera de ello y sé que no podré volver nunca. No puedo soportarlo.
Es más, cada vez con más vehemencia, mi deseo me conduce más y más a la naturaleza, lejos de la prisa, del ruido, de la imagen, de lo vano, de lo superfluo, de lo innecesario; y me pide refugio, calma, reloj biológico acorde con la hora solar, naturaleza, olores, lluvia, silencio, infinito silencio, paz...
¡Qué profundo misterio se esconde en una estrellada noche en medio del monte callado! ¡Qué inmensa paz se vivencia acunada por las sombras de un vetusto bosque! ¡Qué derroche de alegría es un torrente claro y limpio anunciando la mañana! ¡Y qué fácil sentirse uno y sentir a Dios en ese estado!
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