Venías.
Llegabas a través de la noche,
apareciendo entre las sombras
que tiempo atrás te ocultaron,
maltrecha, agónica, renqueante,
exhausta en tu eterna juventud.
Llegabas.
Y yo no sabía qué hacer con tu presencia,
no sabía dónde colocar tu imagen,
cómo tratarte y apreciar tu aroma
tu tacto, tu dulzura,
cómo abrigarte y darte cobijo,
qué nombre otorgarte,
qué destino.
Venías.
Y mi corazón latía desbocado al intuirte cerca
y luego se detenía al recibirte.
Y rítmicamente proseguía su cadencia,
una vez instalada junto a mí,
suave, natural, sin prisas,
de siempre.
Venías.
Llegabas.
Y los pensamientos huían de mi mente
y me instalaba en un paz neutra, plana,
dolorosa de tan auténtica y plena.
Y las sombras se apartaban para siempre
Y por primera vez me giraba y te veía,
percibía directamente tu luz,
conocía realmente qué es la luz.
Venías.
Llegabas.
Y yo no sabía qué hacer contigo.
Devanaba mis sesos buscando tu sentido,
revolvía el baúl de las memorias marchitas
para hallar un significado a tu ausencia,
-a tu ausencia de tanto tiempo-
y entender la razón de nuestro encuentro ahora.
Pero no valía la pena, pues supe entonces
que tu sola asunción era un milagro.
Venías.
Llegabas.
Y te abracé en silencio.
Abrasamos nuestras pendientes causas.
Lloré mil eternidades de lágrimas.
Renací de las cenizas del dolor.
Mediante el elixir del perdón,
despejamos los rencores,
aireamos las rencillas,
dimos luz y esperanza a los avernos.
Enterramos los haberes y deberes
en la cuenta del olvido.
Y decidimos permanecer unidas:
acordamos ser una sola,
la única, la definitiva, la toda.
Y en esta nuestra fusión,
sellamos un pacto de amor,
el que que nos une.
Para siempre.
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