Hacia el centro


Capa tras capa. Como las cebollas. Los velos de la mente se desvanecen. La ignorancia, lentamente -muy lentamente- va desapareciendo. Y se instala una claridad serena, equilibrada, sencilla. ¡Ah, era esto! - te dices. ¡Qué simple en verdad! ¡Qué asombrosamente natural! Sin fisuras, sin dilaciones. Ahora. Ser.

Capa tras capa. Las primeras capas son tremendamente dolorosas -desconocido ejercicio- pero, poco poco, te acostumbras -afortunadamente, la habituación también ocurre con los sucesos saludables- y empiezas reconocer que, tras el esfuerzo y el dolor, tras las lágrimas y el sufrimiento, llegas al remanso de paz que anhelabas al principio del proceso. Y permaneces en él un tiempo. El suficiente para reponer fuerzas y aventurarte hacia otra capa.

Capa tras capa. Es un camino arduo, largo, para recorrerlo durante toda una vida. [Los primeros años de nuestra existencia estructuran la base que después barremos y vaciamos a lo largo de la madurez]. Pero es el único camino que te garantiza saber quién eres y en qué eres útil en esta vida. La única senda que te dota de significado. A veces, es difícil recorrerla (la noche oscura del alma) pero los descubrimientos y los dones que vas percibiendo [el aumento de la percepción es una de las recompensas más maravillosas que tiene el proceso] te alientan a continuar adelante. Además, una vez iniciado el viaje, no puedes volverte atrás [o puedes hacerlo y engañarte el resto de tus días, aunque eso es mucho más doloroso que avanzar]. No puedes mentir a la imagen que te devuelve el espejo cada mañana. Cuando has saboreado la luz, aunque sólo sea con la punta de la lengua, quieres volver a degustarla… y harás lo que sea para conseguirlo y llegar un día a permanecer constantemente en ese estado.

Capa tras capa. Progresiva, paulatinamente. Visitando todas las etapas. En ocasiones aparece el páramo, el desierto. Perseveras con tu práctica (la que sea, la que te conecte) pero no hay nada, no hay nada. Es terrible. Aún no entendemos (o cuando lo experimentamos, no recordamos) que esa nada está preñada de todas las posibilidades existentes. Que somos todo cuanto puede contener el universo. Que somos en realidad ese multiverso autótrofo e innombrable. Y nos desesperamos. Se presenta la angustia, la desidia, las ganas de arrojar la toalla. Ahí interviene tu sangha, tu equipo, tus hermanos de alma. Su recuerdo (la constatación de que ellos transitan la senda y se encuentran los mismos obstáculos que tú) te alienta a continuar adelante. Y sientes esa profunda conexión con todos tus hermanos. Y esa fuerza común te empuja y te sostiene si te fallan las fuerzas. A pesar de todo, a pesar de esa gran piedra en el sendero. Ellos te ayudan, con su callado apoyo, con su serena armonía, a superarla.

Capa a capa. Hay tantas, tantas capas. Tantas voces en tu mente, cada una con su historia. Parece increíble. Pero te acostumbras a ello. Entras y dices ¡ah, ahí estáis! Y observas… sin implicarte… y, poco a poco, muy lenta y progresivamente en el tiempo, van callando. Paralelamente, tu vida se transforma, se simplifica. No más dolor. No añades más sufrimiento al mundo, propio y ajeno. Así es más sencillo y el trabajo se vuelve más efectivo.

Pétalo a pétalo. Como las rosas. Gradualmente, percibes las capas de cebolla como pétalos de rosa, plegados unos sobre otros, protegiendo el centro. Tal vez siempre ha sido así: el centro rodeado de defensas hasta que somos lo suficientemente maduros como para vivir sin ellas y ser quienes somos en realidad. Quizás éste es el simple secreto: nacer sin ego, estructurarlo, desarticularlo y ser, de lo prepersonal a lo transpersonal. No cerrando el círculo, sino creando la espiral evolutiva.

Pétalo a petalo. Después de trabajar las espinas, las ariscas aristas que nos separan del Otro, va abriéndose la rosa. Vamos mostrando nuestro interior, las aparentes debilidades, lo que creímos defectos, nuestra tan temida sombra (simple luz enquistada, por no amada y no reconocida) y empezamos a mostrar nuestro completo resplandor. Aún hay trabajo que hacer pero la belleza es evidente. Van cayendo los pétalos, suaves en realidad, no las sólidas barreras que creímos que eran los aspectos a superar. Sedosos, tersos, amables incluso. Volátiles, caen, se desprenden. Desaparecen sin dolor, naturales.

Pétalo a pétalo, como las rosas. Como ellas, vamos a lo largo de la vida alimentando y nutriendo un corazón noble y puro, capaz de mostrarse a los ojos de los hombres con dulzura y fortaleza, con ternura y disciplina, con suavidad y con rigor. Completo. Íntegro. Prístino. Virginal y sabio, al mismo tiempo. Ecuánime. Y, sobre todo, bello, de un belleza absolutamente sobrenatural.

Pétalo a pétalo. Desgajando, marchitando lo caduco, desprendiéndonos de lo obsoleto [de ahí la aparente dureza del camino] para eclosionar en la primavera de nuestras vidas, nuestro re-nacimiento, nuestro verdadero nacimiento. La apertura total de la rosa. La magnificencia de su esplendor absoluto. Porque eso es lo que somos de verdad, ese generoso corazón, esa leal alma sincera, ese sinfín de conciencia, existencia y beatitud. El maravilloso y extraorinario corazón de la rosa.

3 comentarios:

Alberto Panizo dijo...

Y el corazon de la cebolla es el vacio.
¡Qué placer más grande!

R dijo...

Muy bonito e interesante. Besos.

Luciano Gil dijo...

Maravilloso es tu corazón, que se expresa esparciendo el aroma que al llegar nos hace ansiar esa perfección, que nos hace sentirnos siendo uno y lo mismo, que ante su testimonio desaparecen las ilusorias barreras de la separación.
Eres amor, gracias amiga, compañera, desconocida y tan conocida, lejana y tan cercana. Eres Amor...