ADOLESCENCIA
Yo no quería que las aves anidaran en tu espalda.
Quise evitar los degüellos de las sombras avanzando tras tu huella.
Pero venían, venían sin descanso.
Una tras otra, una tras otra.
Y se lanzaban contra ti, masacraban tu figura.
Yo no quise que la luz que iluminaba tu cintura
se perdiera para siempre en el olvido.
No quise que la dulce brisa de tu cuerpo
se anegara bajo aguas borrascosas.
Pero yo no decidía.
Algo o alguien superior a mí
conocía la jugada de antemano.
Y obedecí.
A mi pesar.
Y aún te lloro.
Sin saberlo.
Llegaron en bandada.
Chillaban. Chirriaban.
Estridentes. Insoportables.
Batían sus alas frenéticamente.
Tapando la luz, anegando la vida de sombras.
Como aviones, se lanzaban en picado.
Y antes de llegar ni siquiera a rozarnos,
alzaban de nuevo el vuelo
mientras giraban sus cabezas para mirarnos.
Y reírse:
terriblemente irónicos,
amargamente histriónicos.
Malditos.
Malditos sean un millón de veces.
Llegaron.
Llegaron en bandada.
Por todos lados.
No tuvimos fuerzas ni brazos suficientes
para apartarlos.
Y cayeron sobre nosotros.
A cientos. A miles.
El sonido era estremecedor.
El hedor, insoportable.
Picoteaban nuestras pieles,
Desgajaban las entrañas.
Nos descuartizaron.
Pero cuando la última de nuestras vísceras
colgaba triunfante de sus picos,
una ola interminable de energía
envolvió nuestro universo,
resucitándonos de la muerte diaria del amor
para que viviéramos una nueva vida.
III
Vivíamos en el fuego, triunfantes,
con la energía desparramada por doquier,
propia de la juventud primera.
Vivíamos bajo el agua, taciturnas,
impregnando cada caricia
de sinsentido orgiástico.
Vivíamos en la tierra, plantadas,
herederas de lo de siempre,
defensoras de lo auténtico.
Vivíamos en el metal, afiladas,
cortantes, líquidas y sólidas a la vez,
manifestando la agudeza de nuestro ingenio.
Vivíamos en la madera, precisas,
tenaces y perseverantes,
fiel imagen del árbol que mira su Destino.
Vivíamos elementales:
reíamos con la fuerza de los dioses
y gozábamos con la magia del amor.
Éramos grandes y no lo sabíamos.
Éramos diosas y nos herimos jugando a ser mortales.
Pero ahora re-conocemos nuestra condición.
Y volvemos a volar…
Y volvemos a elevarnos…
Con el misterio de sabernos una:
la que nunca se desdobla.
IV
El perdón llegó por sí solo.
No lo llamé ni dio señales de su llegada.
Se colocó enfrente.
Miró mi costado derecho,
herido, verdoso,
supurante de bilis. Vesicular.
Y aproximó sus labios a mi vientre:
aspiró mi dolor enquistado,
sorbió el líquido manante,
lamió la herida y la cicatrizó.
Entonces la ira se transformó en poder,
la rabia se convirtió en creación
y nunca más hubo marcha atrás.
Ya no la hay.
Ahora sólo Dios@.
Ahora sólo Yo.
Bienaventurado quien se escucha,
quien se descubre y quien se re-conoce,
pues ése se ama y se sana.
V
Llegados a este punto, la conciencia danza sola.
Nada ni nadie la detiene.
Vuela, se retuerce, asciende y desciende.
No se queda quieta ni se mueve:
se transforma constantemente.
ES. Sólo ES.
Y eso ES lo único que importa.
VI
Los pasos en falso están en el camino. La virtud consiste en esquivarlos. No concededles demasiada importancia ni pensar que son inofensivos. Salir, huir de mí:
VII
Ágape…
Destrózame el corazón de tal forma
que haya lugar para albergar
el Amor Infinito.
Ábremelo, desgárralo,
déjalo aparentemente inerte
para que el Abismo sea tan grande
que, colmado de Amor, muera en Éxtasis.
Ágape…
Déjame sentirte sin necesidad de morir.
Sólo mata lo imperfecto en mí.
Gloria eterna a la sensación
de estar unida al Uno Todo,
al Todo Uno.
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