Muertes y nacimientos

Cada primavera, la renovación de la vida nos trae nuevas muertes y nuevos nacimientos. Celebramos estos últimos y nos preguntamos acerca de las primeras. Sobre todo, si se trata, como lo acaecido en mi pequeñita vida en estas última semanas, de personas muy jóvenes e incluso bebés.

Creo, en última instancia, que la persona que muere realiza, consciente o inconscientemente, su postrer sacrificio: entrega su vida para que el resto aprendamos algo. Y esto creo que es el acto más grande amor que puede darse.
Cada vez que alguien muere, que alguien marcha, un poquito –o un mucho- de nosotros muere con ellos. Es inevitable: su muerte, su desaparición física, nos retrotrae a nuestras pequeñas muertes diarias, a nuestros abandonos, a nuestros asuntos pendientes, nos hace percatarnos de lo efímero de la vida, de lo insignificante de nuestra existencia, del soplo errante que somos, de lo paso que estamos en este mundo.

Con cada muerte, una parte de nuestro ego, de nuestras identificaciones, de lo que creemos ser y en verdad no somos, de lo que nos arrogamos e incluso de lo que nos negamos, muere con él o ella y estamos en cada ocasión un poquito más cerca de nuestra verdadera esencia. Cada muerte, por paradójico que parezca, es una oportunidad para volvernos más puros y auténticos.

No hay evolución de la conciencia sin dolor. Sólo atravesándolo se trasciende el sufrimiento. Son sentencias que hemos escuchado a lo largo de nuestras vidas de labios de nuestros mayores y que se hallan en todas las tradiciones de autoconocimiento. Y no se trata de autoflagelación masoquista, sino del sentido común tan evidente en la naturaleza: todo nace… y todo muere… y todo se transforma… y vuelve a nacer… para volver a morir… indefinidamente… es el curso de la existencia…

En nuestra mano reside, pues, la posibilidad de entender la muerte, de aprender a morir mientras vivimos, de vivir una vida plena, auténtica y genuina, libre de las identificaciones con nuestros egos, con sus apegos y aversiones, con sus deseos y rechazos, con su ignorancia limitada por una particular visión de la naturaleza del ser.

La muerte y el sacrificio del ser querido que marcha tiene aún un significado mayor. Para cada uno de nosotros, quien muere es una palabra, un gesto, un latido. Encarna unas cualidades determinadas y su desaparición nos da la llave para que encarnemos ahora esa cualidad en nosotros. Quien marcha nos deja el regalo de su existencia: su presencia, su alegría, su amor, su esperanza, su lucha… y nuestra mejor manera de honrarlo es ser digno de la vida que podemos gozar.

Con todo mi amor para L. B., A. C. y H. A y sus seres queridos.

2 comentarios:

Acuarius dijo...

Es interesante saber que esa parte de nosotros que muere con el fallecido, con ese ser querido, es una parte de lo que no somos realmente, una capa que cubre nuestra realidad.

Por lo tanto no perdemos nada, al contrario, ganamos mucho. Un abrazo.

M. dijo...

Tus palabras me siguen reconfortando. Gracias